Cuentos y Anécdotas

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San Agustín es más que un santo
Miércoles 11 de junio de 2014
 
Por Zorian Chacón O’Farrill 

 
Catalina era mi abuela. En realidad era la abuela de mami pero siempre que pensaba en mi abuela, pensaba en Catalina. La mamá de mami se llamaba Esperanza. Abuela Catalina fue quien se encargó de mi mamá y sus tres hermanitos, todos entre las edades de 2 y 5 años, cuando Esperanza murió de parto a los 21 años. Tras esta situación ella y su esposo abandonaron Orocovis para irse a la comunidad de San Agustín en Puerta de Tierra.

Catalina estaba casada con abuelo Cartagena, un viejo cascarabias que mascaba tabaco y lo escupía por las paredes. Era el que repartía los cantazos “pero nunca nos faltó la comida” como mami dice. Edelmiro Cartagena era el mismo que se vestía de Santa Claus los diciembres para ir a las plazas del Viejo San Juan con su jefa, Doña Felisa Rincón, a darle juguetes a los niños pobres. Era el que tostaba los granos de café en la cancha de baloncesto. Dicen que cuando se molestaba corría al que fuera por todo el residencial con una correa en la mano. Más que respeto le tenían miedo, la familia y el barrio. San Agustín siempre ha sido uno de mis lugares favoritos. No sé si por la nostalgia que me produce esta historia o porque con ella tuve los primeros atisbos de que la vida no sería fácil.

Durante la década de los cuarenta se construyeron los residenciales de la isleta de San Juan; San Antonio, San Agustín y Puerta de Tierra (“Puerta”). Puerto Rico todavía sufría los efectos de un colonialismo español que nos mantuvo en la precariedad y empezaba a sobrevivir la presencia estadounidense en la isla. Faltarían pocos años para el establecimiento del Estado Libre Asociado (ELA) que bien significó una mejoría en la economía de esos años pero que terminaría sumergiéndonos en un sistema capitalista que nos añadiría al listado de los países más endeudados. Mi familia fue una de las muchas que abandonaron los campos para irse a buscar trabajo en la ciudad. Los caseríos eran el principal programa de viviendas para esas personas. Hoy, San Agustín ya no es como lo recuerdo de niña. El Mercado de Lalo y el restaurante de los Ayala todavía se mantienen en la comunidad más como tradición que como negocios. Ahora predomina el color verde y el arte urbano en las paredes de la calle. Antes no tenía color o tenía muchos. La pintura con el tiempo se desgastaba y se empezaban a asomar todas las paletas de colores que se habían utilizado desde que se hizo el residencial. Algunos ayudábamos al decorado arrancando la pintura.

Antes en “la cinco” estaba el callejón de los cuernos. En “la siete” estaba la imprenta de lo que es ahora el principal periódico de Puerto Rico. Mi madre trabajó allí añadiendo los shoppers dentro de las ediciones del diario. Nuestra playa siempre fue “la ocho” casi como el patio de los que vivían allí. Los números eran por las paradas de la guagua pública que pasaba por la Calle San Agustín.

Cerca estaban El Falansterio y Las Acacias, también complejos residenciales. Cuando implosionaron los condominios de Las Acacias en el 2000 los pedazos de cemento cayeron por todo San Agustín. Fue un evento para todo Puerta de Tierra. Mi familia se reunió para contar anécdotas sobre la gente de allí. En Puerta, como le dicen con cariño, todos tenían un apodo. Me parecía gracioso que los amigos de la familia siempre fueran Tito, Chaguito, Barbie y hasta Bola e’ chicle, se llamaban así con seriedad. Estoy segura que más de uno se acuerda de esos nombres. Si hay un personaje que define a San Agustín, es “Cano”. Todavía en el 2014 entra a casa de tití Aguín sin avisar y se sienta a la mesa.

Algo que le reconozco a este pequeño residencial de cuatro edificios es que era una gran familia dividida en pequeños o numerosos clanes. La gritería de balcón a balcón, el olor a detergente y esa cotidianidad de la que ahora me queda el recuerdo fueron la norma en la vida de mis tíos y mi madre. Aunque ellos recuerdan un San Agustín diferente. El de ellos fue un tercer piso, el apartamento T556, dónde abuela Catalina vendía los “limber” a 10 chavos y de dónde poco a poco se despidieron cuando ella murió en el 1980. Hoy todavía alguna gente recuerda a la familia Cartagena. Todavía el olor a café impregna las mañanas de ese tercer piso que ahora ocupa mi tía mayor y mis primos.